Hace dos noches, después del trabajo rondaba con el coche por mi pueblo buscando algo de comer, aprovechando que mi padre tenía una cena de empresa y ni mi madre ni mi hermana querían cocinar. No había casi nadie a esa hora por las calles y los comercios estaban cerrando. Estuve a punto de volver a casa con las manos vacías, cuando se me ocurrió que quizás podría llevar-me algo de comida china. De modo que aparqué el coche y entré al restaurante asiático. Enseguida fui atendida y pedí un menú para tres. No sabía muy bien donde y como esperar. Se me hacía extraño estar plantada en medio del recinto, frente la mirada atenta de la clientela y los responsables del restaurante. No estaba demasiado lleno, más bien lo contrario. De pronto, observé i capté el ambiente que se respiraba en aquel entorno. Vi a una niña de seis años y un niño de casi ocho haciendo los deberes y pintando encima de una mesa redonda. En el fondo, observé un joven que intentaba dar el biberón tiernamente a un bebé de pocos meses. Entonces la que me invitó a sentarme en la mesa mientras esperaba la comida, era la madre. Y el hombre que contemplaba y se acercaba a los infantes de la mesa, con una mirada atenta y dulce debía de ser el padre. Fue entonces cuando me estremecí ante un entorno tan natural y tan familiar. Creo que incluso aquel padre se dio cuenta que me emocionaba observándoles. Quizás porque estaba especialmente sensible, quizás porque se acercan unas fiestas que afectan cada vez más mi estado de ánimo y me apenan. Lo cierto es que nunca podré olvidar esta sensación en la que yo me sentía sola frente a una familia cálida, acogedora y unida.